sábado, 12 de septiembre de 2009

LA COLUMNA DE ESTE SABADO

Ahora se encadenaron, así que espero que las disfruten, en especial esta, que tan buenos recuerdo me trae.
Un abrazo.


SONORA PARED

AZUL CON LECHE

Oscar Javier Martínez


Para la Gaby, ¿pa’ quién más?



Acabo de terminar la edición de mi programa, el número 48 de esta aventura radiofónica llamada El Sexto Continente. La emisión estuvo dedicada al músico mexicano Gerardo Bátiz, y concretamente a su disco de 1986 “Azul con Leche”. Son las 12 y media de la noche y, como dice la canción: “los recuerdos se me agolpan en la mente”


En 1995 los mexicanos padecíamos los embates del llamado “error de diciembre”. Un nuevo presidente encaraba el primer aniversario del Zapatismo y del Tratado de Libre Comercio, la resaca por la muerte de Colosio y el final del sueño, aquél que nos espetaba a la cara que siempre no, no éramos aún parte del primer mundo. Pero 1995 fue también muchas cosas, pequeñas cosas domésticas para nosotros, los que caminamos cada día por las calles de esta ciudad grande, este pueblote que llamamos país.


Aunque arrancó en noviembre de 1994, fue hasta el año siguiente que realmente comenzó a funcionar bien “El bar fantasma”, mi primera experiencia radiofónica. Era una emisión de medianoche; Gonzalo Santiago y yo transmitíamos en vivo cada miércoles desde las instalaciones de Radio Universidad, y el pretexto era la poesía, la música y todo lo que los habitantes de la noche quisieran compartirnos. El programa duró 10 años, con alguna que otra interrupción, y fue mi gran escuela para estos menesteres.


Por aquel entonces trabajaba como reportero en el semanario “La Hora”… o al menos lo pretendía. Escribía sobre rock, en especial el rock oaxaqueño; de esta manera conocí a personajes entrañables cuyas amistades sobreviven hasta hoy: David Morales, quien comandaba al grupo Ruina de Jade; Marco Antonio Reyes, “el Bicho”, quien también hacía sus pininos en XEUBJ con “Bichos en el espacio”, y Thorvald Pazos, que había pasado de hacer radio y tener una tienda de discos a grabar grupos locales en producciones modestas pero que forman parte ya de la historia local. Por aquél entonces mi afición por el jazz comenzó a crecer, escuchando las joyas discográficas que guardaba la fonoteca de la estación ( y digo “guardaba”, porque muchos de esos discos se han ido perdiendo, para vergüenza de quienes han metido la mano por ahí). Discos de acetato en primeras ediciones con un hermoso diseño, con memorables sesiones de grabación, donde convergieron algunos de los más grandes músicos que jamás conocí: Oscar Peterson, Stephane Grapelli, Miles Davis, Charlie Parker…


Mi jefa en el semanario era Gabriela Bermúdez, una mujer llena de ideas, con un claro sentido de la responsabilidad periodística, talentosa, muy alegre, buena bailarina, explosiva, amorosa, leal, con una belleza mestiza que quitaba el aliento… Siempre fue paciente con mis intentos de escribir, aunque nunca dejaba pasar la oportunidad de recordarme que el mundo no giraba en torno a mí. “¿Te crees mucho, pinche oxama?” me decía entre risas, luego de destrozar mis notas en la minúscula redacción que La Hora tenía en las calles de García Vigil.


Alguna vez en ese turbulento 1995 la invité a mi programa. Le pedí que leyera poesía de Rosario Castellanos y lo hizo maravillosamente, sin prisas, con dulzura, pero no exenta de sensualidad. La radio y el periodismo reforzaron nuestra amistad. Ella era como mi hermana mayor, como una cómplice que además entendía mis esfuerzos y en vez de desalentarlos, los apoyaba. Las visitas a su casa de El Rosario se hicieron frecuentes. En una de esas visitas me invitó un té, puso una luz tenue y con toda ceremonia me leyó el I Ching. A veces me invitaba a desayunar. Un día me roló una copia de un disco de Keith Jarrett que yo andaba buscando y que ella poseía; y así, en una de esas, apareció el Azul con Leche.


Ya no recuerdo cuándo ni cómo fue, pero no importa. Hoy, mientras escucho el disco, puedo ver de nuevo a Gabriela bailando en medio de la sala, con la falda amplia revoleando sobre sus piernas, con la sonrisa fresca a flor de labios, con los ojos entrecerrados y lanzando su grito de guerra: ¡Sihua! En algún momento me lo grabó en un cassette. “Para el bar”, me dijo, y en el programa siguiente se lo compartí al público. Muchas veces he vuelto a ese disco, a sus sonoridades llenas de trópico y de mar, a sus historias contadas en son de cumbia y jazz. Me encanta la voz de Cecilia Engelhart tejiendo texturas sobre el piano y el Steel Drum de Gerardo. Me encantan los títulos de las rolas: La Cocola, En Fa, Ya te estás poniendo flaca. Pero sobre todo me encanta su sabor a café y tardes lluviosas en la casita de Gabriela, mientras la miro bailar, mientras mi pecho late con fuerza…


Gabriela Evarista Bermúdez Santos se fue un 26 de diciembre de 1996, a los 26 años de edad. De todos los años que conviví con ella, el recuerdo imborrable se estaciona en 1995, cuando la inocencia aún era posible a pesar de la atroz realidad; a pesar de un país que se nos empezaba a deshacer entre las manos. A ella le agradezco muchas lecciones de vida, sus lecturas del I Ching, sus palabras que calaron hondo en aquel arrogante muchachito flacucho y narigón. De cuando en cuando, si me ataca la nostalgia, voy a un estante, cojo el cassette y dejo sonar el Azul con Leche mientras cierro los ojos, intento un paso de baile y lanzo aquél grito de guerra:


¡Sihua!


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