jueves, 14 de enero de 2010

MI COLUMNA EN EL DIARIO DESPERTAR



SONORA PARED
ALBERT AYLER, TODOS SOMOS INDIOS
Oscar Javier Martínez




Hablar del Free Jazz implica comprender al menos de forma somera el desarrollo de la música a partir de los años 50 del pasado siglo. Generalmente se tiende a etiquetar en géneros lo producido por los artistas; y hacer esto equivale muchas veces a olvidar -o por lo menos a pasar por alto las relaciones entre arte, cultura, sociedad y vida cotidiana. Digo esto porque al escuchar propuestas como la del saxofonista norteamericano Albert Ayler uno está seguro de haber oído antes esos sonidos, y el discurso artístico nos llega con mejor claridad. La música de la que les hablaré en esta entrega, si bien es cierto que forma parte de un movimiento -el Free Jazz-, respondió en su momento a necesidades de expresión acerca del Nacionalismo de la Raza Negra y las reivindicaciones de sus derechos en los Estados Unidos. Tiene mucho que ver con una conciencia urbana, pero se alimenta de las tradiciones rurales de los países oprimidos. Por ello no me sorprendió que un día mi madre me haya dicho al escuchar a Ayler que le parecía estar oyendo a la banda de Tlacochahuaya. Y un comentario similar he recibido de músicos y aficionados cuando les muestro la obra de Albert. Hay quien cree oír música de circo, o sones del istmo y también música de Europa oriental.

Albert Ayler desarrolló lo que algunos críticos han llamado "Atonalidad folklórica", que no es otra cosa que el manejo de las disonancias aplicadas a formas de música tradicional. El saxofonista nacido en Cleveland Heights, Ohio, en 1936, se formó en la tradición del blues, tocando con el gran armonicista Little Walker, pero también estuvo expuesto a otras influencias. Como miembro del ejército de los Estados Unidos, fue destinado a Francia a finales de la década de 1950, donde entró en contacto con las músicas nacionales de aquél país. A su regreso, comenzó a elaborar una música que abrevaba de la tradición pero desde una perspectiva iconoclasta, unificadora y profundamente energética.

Todo ello puede escucharse con mayor intensidad en sus discos de los años sesenta, entre los que destaca sobre todo “Love Cry”, grabado en los estudios Capitol de Nueva York el 31 de agosto de 1967 y el 13 de febrero de 1968. En este material participan, además de Ayler en los saxos alto y tenor, su hermano Don Ayler en la trompeta, Call Cobbs en el Harpsicordio, Alan Silva en el bajo y Milford Graves en la batería. Este disco, como toda la obra de Ayler, insiste en el caracter espiritual y colectivo de la música, es decir, lo que el saxofonista expresa en sus tonadas es la Universalidad de la Música, como un reflejo de la Universalidad del espíritu humano. Por supuesto que está en la misma línea de la obra de John Coltrane o Paroah Sanders, pero lo que distingue a Ayler es que logró consolidar un estilo propio, cosa muy difícil en aquellos años en los que Coltrane era el Gran maestro y ejemplo a seguir.

Con Albert Ayler el Jazz volvió a la intensidad primigenia que mana de los cantos rurales, las tonadas francoespañolas, la tradición de la música turca y morisca, y por supuesto la música de circo. Es cierto, el blues jamás dejó de alimentar al jazz con el feeling necesario, pero las vanguardias de los años 50 y 60 se inclinaron más hacia formas como la música de cámara y el atonalismo que a los impetuosos sonidos que dieron origen al Jazz.

La influencia de John Coltrane en Albert Ayler puede notarse en las notas iniciales de la pieza que abre el disco y que le da título: Love Cry. Esta pieza tiene la misma sensación de simultánea exaltación y serenidad que caracterizan al sonido de Coltrane en el saxofón, sobre todo en esa magna pieza que es A Love Supreme. Para ilustrar de una manera mejor la relación que existía entre los músicos preocupados por la parte espiritual de su obra, baste decir que cuando Eric Dolphy murió, John Coltrane dejó de tocar por varias semanas, sin siquiera agarrar el saxofón. Nada. y cuando Coltrane murió, Albert Ayler y su hermano Donald tocaron en el funeral junto con Ornette Coleman.

La muerte de Ayler fue extraña. El tenía 34 años cuando murió, en noviembre de 1970. Su cuerpo fue encontrado flotando en el East River de Nueva York después de veinte días de haber sido reportado como desaparecido. De esta manera concluyó una carrera brillante, vanguardista, cuyas grabaciones poco a poco empiezan a reeditarse, sobre todo bajo la producción de Michael Cuscuna y el sello Impulse!

Ayler planteó en su música el derrumbe de toda barrera que separa a los hombres, y planteó también un mismo origen para la humanidad. “Todos somos indios” gritó Ayler en una época de enormes diferencias raciales que continúa hasta hoy. No por nada aquel grito se emparenta con el “Todos somos Marcos” zapatista; prueba de que mientras exista opresión siempre habrá cantos y cantores que celebren la libertad a pesar incluso de nosotros mismos.

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