En noche de desvelo se me ocurrió hurgar en el pozo de los mails perdidos, y me encontré esta crónica que un compa escribió hace algunos ayeres... La comparto aquí, a ver qué les parece.
Feliz madrugada.
Una Hummer en mi cochera
Heladio Camargo
El despertador no sonó y estoy a punto
de llegar tarde a mi cita. Apenas me da tiempo de cepillarme los dientes y
remojar mi cara en el lavabo. Salgo al patio, enciendo mi viejo Datsun y cuando
abro el zaguán para sacarlo a la calle la cochera está obstruida por un armatoste
negro, monolítico, con enormes faros al frente, llantas gigantescas,
guardabarros reluciente y vidrios polarizados. ¡Demonios! Es la Hummer 2008 de
mi vecina la dentista, que practica un día sí y otro también el deporte de
estacionarse en cocheras ajenas.
Ahora tengo que caminar 30 metros hasta la puerta de
su casa, un bloque de tres pisos pintado de color melocotón con un enorme
letrero en rojo que reza “Clínica Dental. Especialistas” para pedirle que “de
favor” mueva su camioneta. El resto de la historia me la conozco: saldrá un
mozalbete picado de acné que me verá de arriba a abajo, entrará a pedirle las
llaves a su madre y minutos después –ya perdí totalmente mi cita- moverá el armatoste algunos metros y lo
estacionará impunemente frente a otra cochera.
Si la señora de marras decidió comprarse dicha unidad
de motor es algo que a mi no debería importarme mucho, así como no debería
importarme que su hermana –dentista también- tenga un Audi del más reciente
modelo o que el padre (adivinaron, ¡dentista también!) maneje una gigantesca
Ford Lobo. Quizás tampoco debería incomodarme mucho que ocupen mi calle como
cochera personal, intimidando a los más bien low profile chevys, vochitos, Tsurus y motocicletas chinas que
pululan por el rumbo. Lo que me llama poderosamente la atención es semejante
acumulación de capital motorizado en una colonia de la periferia de la ciudad,
asentada en una escarpada colina y bautizada con el nombre de un ilustre
político oaxaqueño de reciente hornada; donde el pavimento acaba de llegar y ya
se está levantando y donde el alumbrado público se reduce a dos lámparas en una
calle de trescientos metros de largo.
Pero, atención; tampoco estoy diciendo que esa
flotilla motorizada tenga un origen ilícito. De hecho, la familia dentista
tiene toda la vida viviendo allí, y han construido su patrimonio a base de
sacar muelas y colocar emplastes. Lo que me llama la atención es esta
proclividad a lo ostentoso, esta obsesión por lo bombástico, esta neurosis por
poseer el modelo más chido del
barrio. La familia dentista fue perdiendo poco a poco el contacto con sus
vecinos –mis hijos jugaron con las hijas del doc en su niñez- y ahora lucen
incluso hoscos. A veces coincide mi salida con la suya y me percato de que
suben a sus autos con rapidez, como si la distancia entre la puerta de su casa
y el adorado automóvil estuviera sembrada de peligros… y quizás haya algo de
cierto en ello. Mi vecina sube a la Hummer dando un brinco…, es muy, muy
chaparrita; y resulta gracioso ver su pequeña cabecita asomada entre los
fierros de ese camión de origen militar.
Por fin saco mi Datsun que tose antes de ponerse
en marcha, y no dejo de preguntarme que rayos pasa por la cabeza de una profesionista
oaxaqueña cuando decide comprarse una Hummer para pasearla por las polvosas
calles de mi colonia.
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